La resiliencia de un alma dispuesta,
que suspira y sonríe todos los días
a partes iguales.
La lucha continua de las rocas, que ansían
sobrevivir a la erosión que provoca el mar
y a la pérdida definitiva del mareaje.
E hizo, más de una vez, un viaje a ninguna parte,
y descubrió el vacío que tienen todas las lunas
que se pronostican llenas.
Jugó a perder el Norte
imantando todas sus brújulas,
pero sin dejar nunca a la deriva su barco.
Y, una noche de marzo, se llevó las acuarelas
y pintó desde el suelo todas las estrellas
que le faltan a Madrid.
Nacieron en cada arrebol de sus mejillas
el color de los amaneceres tardíos
y el calor de las nubes que rozan el sol.
Pero antes, dejó de lado las horas para dar nombre
a tan sólo un momento en el que todo duerme,
y en el que todo espera.
En el que todo,
al ver su profundidad,
decide guardar silencio
y callar.
La chica del chubasquero amarillo.
Qué bonita la profundidad de cada lucha si todas tienen un motivo que hacen que valga la pena. En algunos casos los motivos sobran, y un sentimiento en caída libre se adueña de nosotros. Pero somos los mismos, quienes decidimos aferrarnos a eso que tan valioso nos parece, para no rendirse. Para tomárselo como un juego y dejar que baile en nuestra piel el cosquilleo del porvenir. Que ninguna batalla será perdida si se aprende con ella. Y las ganadas merecerán el esfuerzo derramado. Pero la sangre no tiene cabida en estas, porque no dejan heridas. Sólo abren las puertas de la satisfacción y el amor propio, por saber que lo que se hace, lleva consigo las razones más sinceras y cada pájaro pintado algún día batirá sus alas.
Qué exquisita imposibilidad de leer tus textos y no viajar a otro planeta. Como he leído hoy “tienes esa forma tan poética de dejarme boquiabierto, de volverme adicto a tus trucos y a tus versos sinvergüenzas”.
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