Ese día, la vi convertirse en acantilado cada vez que las olas chocaban contra ella.
Hundirse en la arena, como quien no se quiere marchar.
A veces, coincidía con sus manos, con ese olor al lugar del que vienen las cosas y a aquel del que también se van.
Y yo juré que no me iría.
En la inmensidad del horizonte la vi hacerse pequeña, pero también la vi escapar de su caja de cristal.
Romper con lo que la ataba y alejarse, hacia todos y ningún lugar.
Observé como curaba sus heridas con la sal y entendí, al fin, que en tierra ella estaba perdida.
A todos nos pertenece un instante, y el suyo estaba justo allí.
En silencio y en calma, como cuando te sumerges, la vi contarle a los peces su preocupación.
Ellos se llevaron su tristeza, como un mensaje embotellado, y se fueron sin decir adiós.
No podía parar de mirarla.
Sabía que en ella podía hundirme, ahogarme, matarme, pero también que podía hacerme libre.
Entonces descubrí lo mucho que valía la pena correr el riesgo.
Y en su pelo, aquella tarde, ondeaba la bandera verde de mi libertad.
Ella, tan imprecisa y salvaje, igual que el mar.
La chica del chubasquero amarillo.