Agarraste tu mochila de colores, recién llena de sueños y experiencias, te colocaste el pelo, deslumbrándome con su brillo, miraste al cielo y dijiste: “Qué mierda. En Madrid no se pueden ver las estrellas”.
“¿Qué estrellas?”, pensé yo, mientras no podía apartar los ojos de ti. De todo lo que se podía ver o no desde aquí, en ese momento, y teniendo tus ojos delante, las estrellas eran lo último que me importaba.
Entonces suspiré, como solía hacerlo siempre que te tenía tan cerca. A veces, no decir nada es sinónimo de decirlo todo, y, por raro que parezca, aquella noche mis silencios te susurraban a gritos lo mucho que te quería.
Qué idiota se puede llegar a ser, ¿no? Te estaba dejando ir, aunque te tenía a un palmo de distancia, apartando con los dedos las nubes y buscando un destello, o dos.
“Qué manía tienes de enamorarte de un imposible”, me dije. Y sin embargo, qué bonito vicio era contemplarte, ahí de pie, pintando con las manos las constelaciones en un cielo prácticamente vacío.
Porque, si algo eras capaz de hacer tú…
… era crearlo todo de cero.
La chica del chubasquero amarillo.